Tlahuelpuchi, aquella que no comía
Pensaba que todas las leyendas eran mentiras, hechos contados para asustar a los niños, inventos de ancianos locos; sin embargo, lo que estoy a punto de contarte es absolutamente e innegablemente cierto.
Existen tres reglas irrompibles en Tzotziles, aquel pueblo que Dios despojó de toda humanidad y lo inundó en desesperación.
- Solo puedes matar en el monte… nadie quiere soportar el hedor del cuerpo en descomposición.
- Nunca dejar solos a los niños… Los desaparecen en cuestión de segundos.
- Jamás te cases con una mujer que no come… Eso implica brujería y la brujería se paga con la hoguera.
Ahora que sabes las reglas generales, comencemos:
Es bien sabido por todos que en la hacienda Santa Rosa vive una bruja, una mujer pecaminosa, vulgar y ramera que lo único que atrajo su llegada fueron desgracias; en cuestión de semanas logró engatusar a Mariano Galván único hijo del antiguo patrón Pedro Galván, cuya muerte asegura su viuda, la señora Milagros, que fue cosa de brujería, su esposo era un hombre trabajador, entregado a Dios y a la familia y no puede dar explicación alguna cómo es que su marido muriera por no dormir. Su día comenzaba a las seis de la mañana, se vestía y comía, daba instrucciones a sus jornaleros, paseaba por el centro, daba el diezmo e incluso pedía que en su hacienda siempre cantarán.
Pero un día después de la misa de las siete se encontró con Teresa, una muchacha que había llegado desde Cozumel, nadie sabía quién era o qué hacía por esos rumbos, simplemente era la nueva atracción del pueblo con caderas anchas, labios gruesos y una melena negra; al instante en que sus miradas se cruzaron, su locura comenzó. Ya no podía pegar ojo en toda la noche, su comportamiento era errático, siempre enojado; las malas lenguas comentaban que visitaba el burdel de Doña Dolores buscando a muchachitas con ojos verdes como las hojas, si no había él pagaba para que las trajeran de otros lares.
Cuando terminaba su vaivén bestial, las chiquillas terminaban destrozadas, ensangrentadas, algunas ya no se les volvió a ver. Muchos curas fueron a visitarlo, oraron por su alma, pero todo fue en vano, murió un 24 de diciembre en la madrugada.
Su entierro fue un augurio para lo que se avecinaba, al instante en que el padre Teodoro recitó: “Roguemos, para que podamos recibir en este momento el consuelo de la cruz y de la resurrección de Cristo y para que la esperanza de la vida eterna nos ilumine en medio de este pesar. Refugiándose en Cristo lo dejamos en las manos de Dios y confesamos nuestro pecado, diciendo así: Confesamos en tu presencia, oh Dios Santo, que hemos pecado en pensamientos y en palabras, en obras y en omisiones. Acuérdate de nosotros en tu bondad y misericordia y perdónanos por Cristo Jesús, nuestras transgresiones”; empezó a toser descontroladamente, atragantándose con sus propias palabras evitando terminar las liturgias fúnebres. Tres días después el pueblo estaba recibiendo a otro cura.
Las viejas del pueblo aseguran haber visto tres cuervos junto a Teresa, quien se reía cuando estaban enterrando el ataúd de Don Pedro; lo que es innegable fue el poco duelo que tuvo su hijo Mariano, pues a las tres semanas se había casado con Teresa.
Para todos los empleados de Santa Rosa esto fue un golpe duro y más cuando su nueva patrona impuso nuevas reglas. Estaba estrictamente ir al granero, la pequeña capilla que tenían los jornaleros y sirvientas para rezar fue destruida y sustituida por un nuevo matadero, muchos se opusieron, pero tuvieron que aceptarlo o ser despedidos. La antigua señora de la casa dio pelea, pero las artimañas de Teresa no le dieron tregua y terminó en un asilo. Además, los mejores potrillos, gallos y cabras desaparecían misteriosamente y el nuevo patrón solo estaba ocupado encamándose con su nueva esposa.
Mientras tanto los pobladores de Tzotziles sufrían su propio infierno. Al parecer una ola de desapariciones de niños estaba sucediendo, nadie sabía qué clase de monstruo podría estar secuestrando niños y dejar partes de sus cuerpos al lado de la iglesia; se les imploraba, se les rogaba a las autoridades, justicia para sus chiquillos, pero ellos solo responden: “estamos investigando”, “son muchos casos señora”, “mandaremos oficios para que traigan más refuerzos y vigilen las calles”.
Todos estaban en un estado de pánico, nadie confiaba en nadie… y entonces, comenzaron los primeros asesinatos. Aquellos vecinos que se decían compadres, que alguna vez se saludaban en las fiestas patronales, que comían juntos, se acuchillaron por detrás, se difamaron, hasta que llegaron a un punto de persecución masiva. Cualquier sospechoso era instantáneamente apedreado, ahorcado o castrado, cualquier vejación era bien recibida. Nadie salía y nadie entraba de Tzotziles.
La noticia llegó como un balde de agua. La señora Teresa estaba embarazada, no hubo celebración ni gozo, todos sabían que esa cosa que residía en su vientre era producto del diablo; jamás se le veía probar bocado ni tomar gota alguna de agua, aunque se le ofreciera los mejores manjares, su patrona siempre los rechazaba adjudicando que todo lo que entrará en su boca lo terminaría vomitando, mejor no comer.
Anselmo, el capataz de la hacienda y uno de los tantos amantes de la patrona, la vio una noche saliendo del granero semidesnuda y manchada con un líquido carmesí. No perdió el tiempo y fue a ver qué sucedía, sin embargo, ella solo le dijo que quería ver a su hija Azucena, quería apreciar a la pequeña e imaginarse que el niño que tenía en el vientre tuviera sus mismas facciones; Anselmo, cegado por las ataduras de la mujer, cumplió su orden sin saber que nunca volvería a ver a su querida Azucena.
El hombre consumido por el dolor, empezó a vigilar, acechar cada movimiento, hasta descubrir la verdad.
Todos los viernes Teresa salía a la media noche al granero, en ocasiones sola o con algún animal, pero había algo extraño aquel viernes 20 de abril en que el cielo se oscureció parcialmente y los lugareños temerosos, fueron a la iglesia a orar. Pero Anselmo se quedó vigilando, descubriendo a Teresa montada en un caballo con crin negro, cargando a un niño no más de tres, la siguió y observo como se introducían a aquel destartalado granero, donde se alzaba una hoguera en medio de cadáveres de animales; Teresa bajó del caballo sujetando al pequeño y después de recitar algunas palabras en un extraño idioma empezó a saltar salvajemente de un lado a otro mientras el niño lloraba.
Anselmo no podía creer lo que estaba viendo, pero se obligó ver hasta el final; después de un rato Teresa se arrodillo enfrente de la hoguera, sacando una cuchilla empezó a desmembrar al pequeño, primero con los dedos de los pies, siguiéndole las orejas, hasta llegar a los ojos y lanzarlos al fuego ardiente.
Anselmo no pudo más y salió corriendo al pueblo a avisarle a todos, hastiados y cansados, tomaron palos, piedras y todo lo que podían encontrar para enfrentarse a la bruja, Mariano trató de detenerlos, diciendo que Anselmo era un pobre sujeto enfermo que decía mentiras, pero nadie lo escuchó y lo terminaron apuñalando tres veces.
Los aldeanos llegaron al granero vociferando un sinfín de insultos: “bestia”, “zorra”, “aberración de Dios”. Querían destruir a la causante de sus desgracias.
- Pueblo de Tzotziles, es momento de que la bestia perpetuadora de los asesinatos de nuestros niños, sea castigada por la ira de Dios, traigan fuego, que arda este lugar, que no quede ni un rastro.
Fue entonces cuando Teresa abrió de par en par las puertas del granero, pero ya no era la mujer hermosa que todos conocían, sino era una bestia amorfa, calva, con protuberancias saliéndose de la piel arrugada; se arrastraba y con ella el feto de su hijo no nato.
Anselmo al verla se le revolvió el estómago, y lo único que pudo gritar fue “¡queménla!”.
Dos aldeanos la tomaron por las piernas y brazos llevándola al centro del granero, donde había realizado sus rituales con los niños. La mujer chillaba de desesperación, injuriaba y maldecía, pero eso no detuvo que la lanzaran a las llamas ardientes.
Después de lo sucedido todos hicieron un pacto, jamás hablarían de lo que pasó, todos enterraron el nombre de Teresa y el caso de los niños desaparecidos se quedaría sin resolver. No los enterraron, no les llorarían, pues sus almas ya estaban manchadas por el pecado.
Pasaron 75 años y los pocos ancianos sobrevivientes solo cuentan esta historia como una leyenda más del pueblo. Pero mi abuelo aún recuerda, aquellos días oscuros del pueblo provocados por una mujer a la cual amó Aquella sin identidad, sin origen, una Tlahuelpuchi que no comía, y solo se alimentaba de niños.

