¿Quién es tu padre?
Es una pregunta que, para muchos, no tiene una respuesta clara. A veces es silencio. A veces dolor, o un recuerdo difuso, como una figura que estuvo sin estar. Para algunos, representa una herida abierta; para otros, un tema intocable. Hay quienes pueden responder con ternura, otros con rabia y otros simplemente con evasión.
La imagen del padre es confusa. No es solo una persona: es una expectativa, un rol, una ausencia, una presencia distante, un deber que casi nunca se nombra pero que se siente en el cuerpo. Durante generaciones, la paternidad se asoció con lo económico, con el orden, con la autoridad. No con el afecto, no con el cuidado, no con la ternura.
Por eso, cuando vemos a un hombre criar con presencia, con amor, con entrega diaria y sin reservas, algo se rompe dentro de esa imagen tradicional. Y algo en nosotros también se conmueve. En TikTok y otras redes sociales se han vuelto virales esos padres que se muestran vulnerables, atentos, implicados en la vida emocional de sus hijas e hijos. Padres que cambian pañales, que juegan, que escuchan, que lloran. Padres que anhelan serlo, no solo que “les tocó” ser.
Nos sorprenden. Nos enternecen. Nos sacuden. Pero también nos revelan una verdad incómoda: que lo que debería ser normal sigue siendo excepcional.
La ternura como excepción
Nos sorprende, porque estamos acostumbradas a la ausencia. Porque nos han enseñado a no esperar demasiado. Porque muchas mujeres que conocemos —o incluso nosotras mismas— hemos asumido la crianza en soledad, rodeadas de amigas, hermanas, madres… menos del padre.
Y no es solo una cuestión de presencia física o de dinero. Es emocional. Es estructural. Durante décadas, la figura del padre ha estado desdibujada. Se ha permitido no estar. Se ha perdonado su abandono. Su lugar en la familia, si no es habitado con cuidado, puede ser fácilmente sustituido. Y a veces, hasta borrado.
No es gratuito que, hablar de “padres” en una conversación, cause una pausa incómoda. Damos por hecho que es un tema conflictivo, que puede lastimar. Porque en muchas historias, la paternidad no solo está marcada por la ausencia, sino también por el miedo, la violencia, el silencio o la indiferencia. Y aunque no es en todos los casos, sí es en la mayoría.
Lo que la imagen ausente dejó sin decir
Durante años, la figura del padre se construyó sobre pilares de fuerza, autoridad y distancia. Su presencia estaba marcada por la voz que imponía, por las reglas, por el castigo. Se esperaba firmeza, provisión, control.
Ese modelo, que para muchos fue el único conocido, dejó un vacío: el del afecto, el del reconocimiento, el del cuidado. En esa figura rígida y poderosa, no cabía el error, ni la fragilidad, ni el miedo. Ser padre significaba “aguantar”, “no hablar de emociones”, “mantener el control”. Pero a cambio de esa imagen de poder, se sacrificó el vínculo.
Y entonces, con el paso del tiempo, la figura del padre fue perdiendo sentido. Se volvió simbólica. Se volvió ausente incluso cuando estaba presente. Se convirtió en una figura que, al no poder mostrar vulnerabilidad, tampoco pudo generar cercanía.
Los papás no lloran
Mi papá nunca lloró frente a nosotros.
Nunca lo vi llorar.
Cuando algo le dolía, gritaba. Le pegaba a las cosas. Se encerraba con una almohada, en silencio, con rabia contenida. Nunca usó las lágrimas, solo el enojo. Y sin decirlo, enseñó a mis hermanos lo mismo: que llorar era peligroso, que había que tragarse el dolor, que solo los gritos eran permitidos.
Con el tiempo, mis hermanos empezaron a parecerse a él. No eran malos, pero se volvían cada vez más duros. Cuando intentábamos abrazarlos, se tensaban. Abrazarles era visto como una debilidad, pero antes no era así; antes sí nos abrazaban. ¿Qué pasó? ¿En qué momento dejaron de permitir el contacto, la ternura, la vulnerabilidad?
Conté esto una vez entre amigas. Y una por una, casi todas dijeron lo mismo:
“Mi papá tampoco lloraba.”
“Nunca lo vi llorar.”
“Los papás no lloran.”
Esa frase se repite como mandato, como condena, como sentencia cultural. Los papás no lloran. Los papás no se derrumban. Los papás no se sienten solos. Y sin embargo, cuánto dolor había podido aliviarse si les hubiéramos permitido llorar, si se hubieran permitido ser humanos.
Porque ese dolor que no se nombra, que no se llora, que no se abraza, no desaparece. Se transforma en distancia. En silencios. En miedo. En generaciones enteras repitiendo patrones que duelen, pero que nadie se atreve a romper.
¿Qué implica hoy ser padre?
Algo está cambiando. Y no es solo que haya más hombres involucrados en la crianza, sino que por primera vez se están preguntando qué significa realmente ser padres. Qué hay más allá de la provisión. Más allá del apellido. Más allá de pagar una escuela o aparecer en las fotos familiares.
Ser padre, en este momento histórico, implica habitar el lugar del cuidado sin miedo a perder poder. Implica nombrar las emociones, estar disponibles, reconocer que criar no es un rol pasivo ni decorativo. Es una práctica activa, ética, cotidiana. Requiere presencia emocional, responsabilidad afectiva, escucha real.
Implica saber que no basta con “estar”, sino que hay que hacerse cargo. No desde el deber moral impuesto, sino desde el deseo de vincularse, de criar, de formar parte. Y esto, para muchos hombres, ha sido una revelación, pero también un reto. Porque no fueron educados para eso. Porque nadie les dijo que ser padre podía doler, emocionar, agotar, transformar.
Para mi ser padre significa ilusión y esperanza, la paternidad que recibí de mis padres no es la misma que yo tengo, yo la fui construyendo, mi propia identidad como padre y para educar, la diferencia es que yo esperaba ser padre con anhelo, felicidad y deseo, no fue un error, una equivocación, era resultado de una búsqueda constante que hice durante mucho tiempo. Mis hijas son mi motivo de estar aquí, de nada me sirve tener nada si no puedo ser buen papá y siempre me estoy cuestionando si estoy haciendo bien las cosas.
Rúben, Estado de México, testimonio.
¿Qué tareas implica ser papá?
Ser papá no es solo cumplir con un rol abstracto o cumplir con una lista de deberes; es estar presente en las pequeñas acciones diarias que construyen un vínculo profundo y responsable. Es bañar a un bebé con paciencia, enseñarle a un niño a atarse los zapatos o acompañar en las noches de miedo y llanto. Son esas cosas aparentemente sencillas las que, en realidad, sostienen toda la crianza.
Un padre responsable es quien, en medio del caos cotidiano, se detiene a escuchar los miedos de sus hijos e hijas y les ofrece un refugio seguro. No se trata solo de proveer lo material, sino de enseñarles a cuidar su mundo, a entender los peligros y alegrías que lo rodean, y a prepararse para enfrentarlos con confianza. Esa educación silenciosa, basada en el ejemplo, es fundamental.
También implica colaborar en el cuidado de la casa, el espacio donde viven y crecen juntos. La responsabilidad del hogar no es exclusiva de las madres ni de las mujeres; ser papá también es hacerse cargo de las tareas domésticas, porque ese espacio es donde se teje la cotidianidad familiar y la estabilidad emocional.
Reconstruir la figura del padre: una tarea colectiva
El desafío es grande, pero también es necesario. No basta con celebrar a los pocos que lo intentan. Hay que exigir un nuevo modelo de paternidad que deje atrás los viejos guiones. Que no reduzca el rol del padre a un gesto heroico ocasional ni lo viralice como si fuera una excepción.
Reconstruir la figura del padre no es una responsabilidad individual. Es una tarea cultural, social, narrativa. Requiere que cambiemos la forma en la que hablamos de ellos, en la que educamos a los niños y niñas, en la que respondemos cuando alguien nos dice que quiere ser papá.
Porque cuando un hombre cría con amor, no está “ayudando”. Está cumpliendo su rol. Cuando está presente emocionalmente, no es “extraordinario”. Es lo mínimo necesario. Y cuando un padre se permite ser vulnerable, no pierde poder: gana humanidad.
Un pedazo de cielo
Hay algo profundamente esperanzador en ver que, poco a poco, en los medios, en la literatura, en las conversaciones cotidianas, empieza a asomarse otra imagen del padre. No la del héroe ausente ni la del proveedor incuestionable. Sino la del hombre que se permite amar, cuidar, tocar, llorar, criar.
Es como un síntoma leve, pero constante, de un malestar que por fin se está curando. Durante décadas, las masculinidades hegemónicas estuvieron sometidas a una enfermedad silenciosa: la incapacidad de vincularse sin dominar, de cuidar sin ejercer poder, de criar sin desaparecer. Pero esa rigidez empieza a resquebrajarse. No con grandes discursos, sino con gestos: cargar a un bebé en el pecho, dejarse peinar por una hija, decir “tengo miedo”, decir “te amo”, decir “no sé”.
Y en ese resquebrajamiento, en esa grieta emocional que se abre, hay un pedazo de cielo. Porque muchos hombres hoy —por convicción, por dolor, por deseo—, están imaginando las paternidades que quieren ser. No las que heredaron, no las que aprendieron a temer, sino las que quisieran ofrecer: paternidades cuidadoras, presentes, abiertas. Actos de rebeldía íntima frente a un mundo económico que todo lo mide en productividad y eficiencia.
Pensar la paternidad como un espacio de ternura y presencia no es solo un gesto amoroso: es un gesto político. Es una forma de sobrevivir al cinismo, de resistir al abandono, de recuperar algo de lo que nos ha sido negado.
Tal vez este momento histórico sea justamente eso: la oportunidad de romper ese ciclo. No con discursos perfectos, sino con nuevas formas de estar. De tocar. De sostener. De preguntar, con humildad: ¿Qué padre quiero ser? ¿Qué figura quiero ofrecer a quienes vienen después? ¿Qué formas de ternura estoy dispuesto a recuperar?
Y aunque todavía hay mucho por sanar, lo que ya está pasando —esas grietas, esos gestos, esos testimonios— es el inicio de otra historia.
Una que no se escriba desde el poder, sino desde el vínculo.
Una que no repita el dolor, sino que lo transforme.
Una que permita, por fin, ver paternar a los papás sin que el mundo se caiga.