Entre cientos de cosas que las personas tienen para expresarse, la música sobresale por su particular forma de crear conexiones entre quienes la escuchan. No por nada es una de las siete bellas artes que le dan sentido a nuestra existencia.


Jueves 22 de mayo del 2025. Caía un sol abrasador sobre decenas de estudiantes de la UNAM. Era mediodía y las jacarandas de la Facultad de Economía estaban inmersas entre riffs de guitarra, líneas de bajo y grooves de batería. La batalla de bandas había comenzado.

Indie, rock, punk, dream pop, metal, urbano, canciones propias, covers. Todo eso estaba a punto de inundar los oídos de los asistentes. Había quienes, reunidos entre gente conocida y desconocida, presenciaban a las bandas que tocaban bajo una carpa y sobre un escenario bien montado. El resto, guiados por una rutina imperturbable, pasaban de largo sin detenerse.

El sonido, la ecualización, el monitoreo de líneas son cosas que normalmente –casi siempre desde mi propia experiencia– fallan en eventos de ese tipo. Pero curiosamente el microfoneado de la batería, así como la ecualización de los amplificadores de guitarra y bajo sonaban increíblemente bien, potentes y limpios, algo que, repito, no suele ocurrir con frecuencia.

Pero como todo evento, sea grande o pequeño, nunca está exento de fallas. Al terminar cada banda con su presentación, las personas encargadas del sonido revisaban, acomodaban, conectaban, desconectaban, hacían pruebas exprés de audio, todo en menos de cinco minutos para que la siguiente banda pudiera subir al escenario. Un trabajo bien ejecutado, sin embargo, la modulación de la voz nunca terminó de convencer: sonaba sucia, amontonada en ocasiones, como cuando se habla por un megáfono, se sabe que algo se dice, pero no se entiende exactamente qué. Eso mismo ocurrió aquella tarde. Solo el vocalista que gritaba, o la banda que tocaba ritmos y armonías muy tranquilas, fueron los que lograron que las letras, y en general, todo lo que se decía al micrófono se entendiera.

Aquella tarde se presentaban: 3Estadios, Mindless, Death Lotus, Tick Tacks, Aura, The Blast!, La última noche, Feeding space, Flores de antier, Lexidaezy kintsu G, pero sin duda la que se llevó los reflectores y más de una mirada que reflejaba entre asombro y curiosidad fue la banda del mimo sangriento: Bloody Mimic.

Con su sonido –ruido para algunos– experimental, frenético, la banda captó la atención del público, incluso de quienes hasta el momento no habían mostrado un interés tan marcado en el show que ocurría frente a sus ojos. Fue cosa de tocar los primeros acordes de su canción Piedad animal para que el slam se armara justo en el centro de la explanada.

Bloody Mimic tuvo una presentación destacable, pero el resto de bandas también contribuyeron para que el toquin en economía fuera inolvidable. Por mencionar algo, una de las bandas tenía a una chica como baterista, y eso es difícil de ver. De por sí la música ha sido históricamente dominada por hombres, la batería lo ha sido mucho más, pues es de los pocos instrumentos que sí requieren de un esfuerzo físico mayor. Si no golpeas fuerte, con seguridad, con consistencia, el instrumento pierde presencia. Algo difícil de conseguir siendo baterista, pues tienen una interacción muy limitada con el público.

Eran cerca de las cinco de la tarde cuando la última banda terminó de tocar. La explanada se sumergió entre aplausos y gritos. No hubo premiación, la batalla de bandas en realidad no era una batalla porque en la música no debería existir competencia, ver quién lo hace mejor. La música está para disfrutarse, para sentirla, vivirla de modo personal. Y eso, definitivamente, se vio aquella tarde en la Facultad de Economía.